John un padre treintañero y su hijo de unos cinco años
(Michael), mantiene una sencilla rutina: ir al colegio, jugar en el parque,
comer helados, dibujar al llegar a casa… acudir a las citas con los servicios
sociales… visitar familias que puedan adoptar al pequeño Michael. Su madre les
abandonó y a su padre el futuro se le presenta inexistente.
Una historia rodada con maestría a la manera del mejor cine
realista británico, aunque el enfoque en esta trama es más humana que social
que habla sobre la muerte y los recuerdos de una forma luminosa y amable, sin
caer en el melodrama sensiblero, íntima pero cómplice con el espectador que en
seguida fraterniza con los dos protagonistas para convertirse en un tercer
elemento más en la trascendental elección de una familia para el pequeño.
Según van sucediéndose familias, (las hay de todo pelaje,
algunas hilarantes) la actitud del padre cambia, pero no como el espectador
puede suponer en relación a un previsible final, del que el director huye
pautando sutilmente pequeños detalles que guían el camino… sino en la forma en
que quiere dejar huella en el hijo en un futuro… inexistente. Las tensas pero
cordiales conversaciones con la agencia de adopción ayudan a ellos, pero
también y sobre todo, las puntuales conversaciones con la inexperta aspirante
en prácticas a asistente social, que muy sutilmente cala, más que con su
discurso con su ingenua honestidad.
Historia sencilla y directa, con detalles mínimos que se
muestran en gestos con los que la comunicación entre padre e hijo dice más que
las palabras. James Norton (el padre) dice mucho con poco Daniel Lamont (el
hijo) dice todo con los ojos. Emocionantes y magníficas interpretaciones.
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