Perturbadora
historia que retrata el día a día de Rudolf Höss y su familia en una blanca y
luminosa casa ajardinada aledaña a los grises muros del campo de Auschwitz. El
director británico muestra el tantas veces filmado Holocausto nazi desde un enfoque
diferente. Consigue inquietar, sintiendo lo que está pasando sin que la barbarie
se muestre.
Todo se percibe mediante sonidos: gritos, disparos lejanos,
traqueteo de trenes, junto a imágenes que no necesitan de más explicación: una
torre de vigilancia, una chimenea humeante… mientras la familia pasa el verano entre
baños en el río y picnic campestres. Según avanza la trama, se explicitan las
secuencias, pero no con lo que ocurre dentro del recinto, sino en los
tejemanejes de los altos mandos militares en sus ya conocidos planes que no
necesitan de más explicación, y rompen el ritmo hipnótico y desasosegante de la
primera parte. Eso si, los amplios espacios, la luz y los encuadres, además de
la forma de rodar los planos -escenas milimetradas al detalle en las que los
personajes, según recorren los espacios fuerzan a la cámara a adoptar
diferentes puntos de vista- refuerzan la sensación de fragilidad interior y
asfixiante frialdad de unos personajes que hablan más con sus movimientos que con sus
palabras sobre su patógena actividad.