En su cuarta película la directora y guionista francesa sigue
adentrándose con delicadeza en el complicado mundo de la infancia. En escasos
setenta y dos minutos muestra un sencillo cuento de aire mágico en el que no necesita de mucho más que la
neutralidad que proporcionan sus protagonistas dos niñas de ocho años (hermanas
en la vida real, peo no en la película) en la que con sus actos y conversaciones
parecen suplantar a los adultos pocos adultos que les rodean.
Una niña aparece junto a su madre despidiéndose de los ancianos de una
residencia con los objetos personales de su abuela materna, que acaba de
fallecer, momento en el que la historia se traslada a la casa de la abuela
fallecida donde la niña y sus padres pasará unos días con sus padres para terminar de vaciar esa
casa en la que vivía su abuela antes de ir a la residencia y en donde nació y
creció su madre.
La madre desaparece y la niña encuentra a otra niña vecina en la que
proyectará la ausencia de su madre y que poco a poco parecen confundirse en sus
papeles mientras juegan a escenificar secuencias en las que entran en juego las
miradas y los silencios como elemento de comunicación principal y en el que el
diálogo inexistente entre madre e hija se hace real a través de la amiga.
Las conversaciones entre ellas son breves, pero con un contenido profundo,
que puede sorprender pero que convence en el contexto mágico en el que se
encuentran: la casa, el bosque, el silencio... No hay banda sonora salvo en
una escena al final de la historia… y no se echa de menos.
La narración fluye sin prisa y está llena de detalles que parecen
insignificantes pero que ocultan mínimos secretos acerca de las relaciones
entre los personajes. Una película sencilla que cuenta una historia mínima de
forma delicada y original.
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