Pomposo y barroco musical en el
que un humorista y una soprano, ambos en su mejor momento, forman una feliz
popular y televisiva pareja… en el que el nacimiento de su hija les cambiará la
vida. Una puesta en escena teatral donde
prevalece la estética, los decorados…lo visual: brillo y color. Con la
particularidad de que los personajes cantan en lugar de hablar mientras entre
diálogos se suceden las canciones de Sparks el dúo de Los Ángeles formado por
los hermanos Ron y Russell Mael.
El excéntrico director mezcla a lo largo
de la cinta: cine, teatro, musical, ópera, títeres… pero sólo al inicio de la
película parece funcionar pues, según avanza la trama, sencilla aunque
universal, se diluyen en un exceso estético que peca de histriónico y que no
acaba de enganchar. No ayuda el exceso
de distracciones estéticas que rodean a la trama. Ni siquiera las actuaciones
de sus protagonistas consiguen sostener el acelerado guion. El magnífico Adam
Driver no consigue dotar de alma al corpóreo Henry, tampoco Marion Cotillard a
la fría y contenida Ann.
Lo más interesante, las tramas que
pincelan la realidad en forma de denuncia de la violencia machista, explotación
infantil o los turbios tejemanejes del negocio artístico ligado al espectáculo,
más alguna reflexión sobre el éxito y el fracaso como condicionante desigual
entre las relaciones personales, todas ellas en un segundo plano, pero con más
poso que toda la parafernalia narrativa supuestamente principal.
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