Drama social
costumbrista de época, situado en la primera mitad de los años 80’ en el
contexto de la reciente democracia, en la que la legislación iba por delante
(como así suele ser, para bien o para mal) de la conciencia social del momento,
en este caso la aprobación de la Ley de Divorcio en un periodo en el que el
machismo y la violencia de género formaban parte del atávico y asumido
comportamiento social.
La puesta en
escena en la que se sitúa la historia se presenta con rasgos autobiográficos de
la directora, refleja su infancia que se sitúa en dichos años en un barrio
humilde del centro de Sevilla, bajo la mirada de una niña de siete años, la
protagonista de la película, aunque la violencia sufrida por la madre de la
protagonista, interpretada por la propia Paz Vega, forma parte de la ficción,
eso sí, bajo una patina de realísimo brutal. Es un drama silencioso narrado de
forma sensible y luminosa en cuanto a su aspecto formal, mostrando un buen
gusto por las imágenes en planos, encuadres, enfoques, luz… acercando la cara
mucho a los personajes y moviéndola con mimo, para entrar en el interior de los
mismos.
Acierta además la directora
enfocando la historia desde el punto de vista de la niña que da título a
película, interpretada con una ¡sorprendente madurez! por Sofía Allepuz,
también por su hermano pequeño, interpretado por Alejandro Escamilla que
también está a la altura. El riesgo de soportar el peso de los protagonistas en
niños de siete y cinco años se solventa con sobresaliente. Aportan naturalidad,
con una mirada diferente, inocente y en el caso de Rita comprometida y
solidaria, pero sin edulcorar la tensión generada en las distintas
situaciones.
No convence en cambio el personaje
del padre, demasiado estereotipado en su retrato psicológico e incluso físico
por lo que da poco margen a la interpretación de Roberto Álamo. La historia
decae además cuando el padre toma el protagonista en un tramo de la película en
el que tiene que hacerse cargo de los niños… con la tensión psicológica a punto
siempre de estallar, como a lo largo de esta pausada narración.
Tampoco acaba de perfilarse del
todo, la subtrama en la que Rita conoce a un amigo del barrio de carácter
enigmático y pasado familiar oculto, aunque en las escenas finales esta pequeña
historia crece y se hace imprescindible
para entender el simbolismo que alberga toda la cinta, en relación a diferentes
objetos de amor y odio escondidos por ambos. La balanza en todo caso se decanta
por el lado de las virtudes. En palabra de su directora “una carta de amor personal a mi propia infancia y a las madres” que
dedica además a todas las niñas que por la violencia machista han crecido sin
madre.
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