El director finlandés fiel a su estilo conmueve
desde el minimalismo sucio que refleja el vacio y la soledad de las personas
que viven en los márgenes que muestra la ostentosa, pero irreal fachada de las
sociedades occidentales más avanzadas. Un retrato crudo en el que se reflexiona
sobre el individuo castrado de su esencia natural. Lo hace el veterano cineasta
mediante su inhundible estilo: diálogos cortos y pausados en situaciones alargadas en el que
el silencio es protagonista. Planos largos, en interiores donde se suceden los
hechos teatral y lentamente, lugares decadentes donde el tiempo está
suspendido: habitaciones y bares de fuerte colorido y escaso mobiliario… sin
alma. Exteriores nocturnos en los que prima la visión más descarnada de las
calles de la ciudad, lugares de trabajo fríos y devastadores.
Desde semejante y
deprimente puesta en escena -tampoco faltan las canciones tradicionales finesas
que pincelan un grotesco e inmaterial espacio- Aki consigue emocionar, lo hace
partiendo de la historia de dos personas solitarias: Ansa y Holappa, un
alcohólico. Comienzan entre ellos un atisbo de relación, complicada por
azarosas situaciones y malentendidos con el trasfondo del particular humor local.
Una historia sencilla sin más, que de forma explícita alude a la Guerra de
Ucrania, cuyos informativos suenan cuando los personajes encienden sus viejos
transistores en casa. Como dice ella lacónicamente: maldita guerra…maldita vida
más bien. Imprescindible… la película digo.
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