El
prolífico cineasta surcoreano persevera como en el inconfundible estilo que
marca su obra: actores habituales, importante presencia de mujeres, aunque en
ese caso el protagonista sea un hombre,
las casualidades cotidianas… o en el ámbito formal: el minimalismo extremo con atención máxima a los
detalles, los escenarios interiores sencillos, las conversaciones pausadas, el
uso de cámara estática y planos fijos la marcha atrás para narrar diferentes
puntos de vista o desarrollos de lo ya contado, la utilización del blanco y
negro… o la idea del cine como creadora
del propio cine.
Herramientas
estilísticas para mostrar, en este caso la historia de un director de cine de
mediana edad que visita con su hija, a la que no ve hace tiempo, un edificio propiedad de una conocida
diseñadora de interiores a la que propone a la joven para trabajar con ella. En
una sola localización que se hace protagonista: un edificio de tres plantas en
el que con saltos en el tiempo se desarrollan diferentes historias de los
personajes en los diferentes espacios.
El
hilo narrativo, como es habitual, vuelve a ser las conversaciones entre los
personajes frente a una mesa abundante en comida y alcohol en la que mediante diálogos
largos, con amplios espacios para el silencio en ambientes distendidos,
salpicados de gotas de humor y algo de cinismo, en los personajes masculinos
sobre todo, se reflexiona sobre el paso del tiempo, lo que se ha sido y se es,
lo duradero o lo efímero, en estructuras marcadas y similares a los actos o
episodios teatrales, en este caso según transiten por las distintas
habitaciones. La película de siempre, pero siempre diferente, más analítica
como escrutador desde la azotea de lo que se ve y no se ve y menos poética que
su antecesora La novelista y su película
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