El estreno en formato largo de la directora
oriolana es una curiosa alegoría realista -inmersa en una especie de
costumbrismo mágico- basada en las ancestrales supersticiones ligadas a
elementos atmosféricos del sureste peninsular. La gota fría que provoca fuertes
tormentas e inundaciones. El agua, que se personifica enamorado de jóvenes a
las que lleva consigo ‘metiéndose dentro de ellas’ cuando tal fenómeno ocurre.
En
relación a dicha creencia el foco se centra en una familia: abuela, madre e
hija, que no inspiran confianza en sus vecinos. Entre la realidad y ficción, la
joven Ana comienza a ser consciente y convivir con el halo de misterio que les rodea.
Dudas que la protagonista muestra con gestos y silencios en esta trama que
sorprende en lo formal, con una acertada puesta en escena, dominada por imágenes
hiperrealistas que narran sin necesidad de palabras. Valorables éstas cuando brotan
pausadas en informal diálogo, en el que el ruido de fondo forma parte de la
realidad mostrada. El guion en cambio no acaba de encajar del todo, la trama
queda difusa en su resolución y no parece llevar al espectador a conclusión
alguna. Disfrutable mientras fluye en metáfora documental, no cuando la
inclusión de innecesarias imágenes de archivo y testimonios reales la acercan
al documental.
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