La neozelandesa se prodiga poco, pero ha
merecido la pena esperar, pues este ‘antiwestern’ ubicado en Montana a inicios
del siglo XX con los indios ya asimilados y conviviendo con los primeros
automóviles, narra un gran duelo… sin armas ni disparos. De inicio cuesta
situar a los personajes, en una trama que parece no avanzar, pero la duda se torna
virtud, pues los retratos de los protagonistas se van perfilando al tiempo que
la interacción entre ellos fluye como lento veneno.
Dos hermanos de carácter
antagónico son propietarios de un poderoso rancho: despiadado uno, amable otro,
George que se casa con Rose, una viuda que vive junto a su culto y afeminado
hijo que no encaja en el duro ambiente vaquero. Con todos viviendo en el rancho
comienza una tensa lucha que se enerva a fuego lento entre angustiosas miradas,
silencios y desplantes ante un inerte espectador, la cordillera, que parece
rebajar la presión.
Suspense psicológico que se muestra en intrigantes desafíos
entre piano y banjo o lentos diálogos sobre la mesa del comedor. Reto
brillantemente narrado y con sutiles detalles con los que alumbrar el camino de
una historia en la que los hechos se suceden, sin prisa y no como parecen, como
ocurre con la relación entre el intrigante Phil y el apocado Peter aparentemente
desigual.